Cada vez más niños y adolescentes acuden a terapia psicológica por ansiedad, dificultades sociales, insomnio, traumas o trastornos del comportamiento. Sin embargo, en muchas familias surge una duda esencial: ¿deben los padres implicarse directamente en el tratamiento o dejar todo en manos del terapeuta?
En un reciente artículo publicado por Mayte Ametlla en el diario El País, expertos en psicología infantil insisten en que el papel de los padres no solo es relevante, sino que puede marcar la diferencia en el éxito del tratamiento.
La importancia de la implicación familiar
Mark Dangerfield, doctor en Psicología y psicólogo clínico, señala que comprender el cuadro clínico de un menor exige analizar también su entorno familiar. No se puede trabajar de forma aislada, ya que las relaciones, los estilos de apego y la historia emocional familiar influyen directamente en el bienestar del niño o adolescente.
Por ello, el papel de los padres no debe limitarse a llevar al menor a consulta, deben formar parte activa del proceso terapéutico. Esto no implica invadir la privacidad del hijo, sino entender el enfoque del profesional, acompañar sin controlar y estar dispuestos a revisar sus propios patrones de relación.
Confianza, no control: cómo colaborar con el terapeuta
La psicoanalista Norka Malberg, coautora junto a Dangerfield del libro Trabajando con padres en terapia, advierte que muchos adultos llegan a consulta desesperados y con la expectativa de que el terapeuta “arregle” al menor. Algunos incluso intentan dirigir la terapia desde fuera o se resisten al enfoque del profesional.
Una buena señal es cuando el terapeuta invita a los padres a participar, no para darles instrucciones, sino para ayudarles a crear un entorno emocionalmente seguro para sus hijos. El objetivo no es convertir a los adultos en pacientes, sino hacerlos conscientes de cómo sus emociones, miedos o estilo de crianza impactan en la salud mental de sus hijos.
Adolescencia: confidencialidad y equilibrio
La terapia con adolescentes presenta un reto añadido: mantener la confidencialidad mientras se informa a los padres sobre lo esencial. Dangerfield recuerda que, si el menor no se siente seguro para hablar, la terapia pierde su sentido. Pero también aclara que, si hay riesgos para su integridad, el profesional debe intervenir y comunicarse con los adultos responsables.
No se trata de ocultar información, sino de establecer límites claros y de saber cómo comunicar las cosas tanto al menor como a sus padres. Esa capacidad del terapeuta para mediar es clave para no romper el vínculo de confianza con ninguna de las partes.
Cuando la falta de comunicación daña el proceso
Algunos padres, como Belén, madre separada de un adolescente de 15 años, se han sentido excluidos por completo del proceso terapéutico. La falta de contacto con el profesional, decisiones tomadas sin su conocimiento y diagnósticos discutidos solo con uno de los progenitores pueden generar desconfianza y dificultar el avance del tratamiento.
Por eso es importante que el terapeuta mantenga un canal de comunicación abierto y equilibrado con ambos tutores legales, siempre adaptando la información al grado de madurez del menor y al contexto familiar.
Señales de alerta: ¿apoyamos o entorpecemos?
Una señal clara de que algo no va bien es cuando el menor se siente dividido entre su familia y su terapeuta. Frases como “¿tú quieres que vaya?” o “si tú no quieres, no voy” indican que está atrapado en un conflicto de lealtades. En estos casos, la ambivalencia emocional puede obstaculizar seriamente el trabajo terapéutico.
Malberg recomienda a los padres hablar con sinceridad sobre lo que sienten que está funcionando y lo que no. La desconfianza, si se expresa con respeto, también debe ser escuchada y validada por el profesional. No se trata de juzgar, sino de construir una alianza sólida.
Elegir bien al profesional y construir una alianza
El vínculo entre familia y terapeuta no debe limitarse a la logística de las sesiones. Lo ideal es que los padres puedan expresar sin miedo sus preocupaciones, incluso las más incómodas, como “no me gusta cómo se comporta mi hijo” o “no entiendo qué está pasando”.
Por eso es recomendable hablar con el terapeuta antes de empezar: conocer su enfoque, preguntar qué espera de las sesiones, cómo se gestionará la información y qué papel tendrán los padres. Una buena relación profesional se basa en la transparencia y la colaboración desde el inicio.
Conclusión
Acompañar a un hijo en terapia no significa invadir su espacio, sino aprender a estar presentes de forma respetuosa y comprometida. La psicoterapia infantil o adolescente puede ser una gran oportunidad no solo para ayudar al menor, sino para que toda la familia se transforme y crezca emocionalmente.
Cuando los padres se implican, escuchan, preguntan y también se dejan guiar, el proceso terapéutico se convierte en una experiencia verdaderamente reparadora y profunda. Porque en salud mental, el cambio no empieza solo en el niño, sino en el sistema del que forma parte.